VOLVER AL PUEBLO

El verano estaba ya en su recta final, con sus días plácidos y tranquilos que ya barruntaban la llegada del otoño. No la importaba, al contrario, el otoño siempre había sido su estación favorita, incluso pensaba que en los seres humanos ella había descubierto una clasificación fundamental: los partidarios del verano, y los amantes del otoño.
Ésta particular división se le antojaba más profunda de lo que parecía a simple vista, ya que era un reflejo de toda una forma de pensar y de ser. Respondía a dos formas diferentes de ver la vida: extravertida ó intimista, o partidaria del ruido, de la alegría bulliciosa y los colores brillantes, o por el contrario amante de los matices suaves, el encuentro con uno mismo y el gusto por esa belleza levemente impregnada de melancolía que acaricia el espíritu y los sentidos.

El caso es que todos los años esperaba que pasara el verano para sumergirse en el delicioso otoño, y le gustaba pensar que aquel tiempo estaba, de alguna manera, especialmente creado para ella porque se adaptaba perfectamente a su forma de ser.

Aquella mañana salió temprano de la casa y se dirigió al monte, impaciente por volver a encontrarse con aquel paisaje que había añorado tanto. El campo dormía aún bajo los rayos del sol recién nacido. La pasada noche, ya fría, había dejado sobre el suelo diminutos diamantes de rocío. El final de Septiembre empezaba a pintar de amarillos y ocres las riberas de chopos junto al río, y la leve gasa azul de la neblina se enredaba en los pinos a lo lejos antes de ser barrida por el sol, poniendo en el paraje un tono misterioso que estimulaba la fantasía. Había en el ambiente como un mágico polvillo dorado que lo envolvía todo, y el gorjeo de los pájaros, que aún no habían abandonado los árboles, llegaba a sus oídos atenuado, como con sordina.

Allá abajo, el río serpenteaba con reflejos plateados, y trajo a su cabeza y a su corazón infinidad de recuerdos de niñez, cuando con otros niños compañeros de juegos, disfrutaban de las pequeñas playitas de sus riberas, donde las infantiles meriendas tenían otro sabor.

Respiró profundamente el aire impregnado de los mil aromas de aquel lugar tan familiar y que trajeron hasta ella, con el gran poder de evocación que poseen los olores, todo el esplendor de los otoños de su infancia y primera juventud en Coca, cuando acompañaba a su padre de paseo por el pinar, en aquellos días de membrillo y miel, cuando todo parecía posible, y el frío ya llamaba a la puerta sin cruzarla aún del todo, y el sol se convertía en una dulce caricia dorada.

Después de haber pasado muchos años y muchas cosas sobre su vida, había vuelto al pueblo para quedarse, sin tener aún muy seguro si podría adaptarse a aquella vida tan olvidada. La semana que llevaba allí, había constituido para ella todo un “festival” de emociones: la vieja casa de sus padres, ahora vacía, con toda su carga de recuerdos dormidos dentro de aquellos viejos muros, el reencuentro con la gente . . . pero fue en aquel momento, mirando aquel paisaje y respirando aquel olor que la devolvía a sus raíces, cuando supo que, definitivamente, había vuelto a casa.

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