UNA NAVIDAD ESPECIAL

Aquella mañana hacía mucho frío y el cielo amenazaba nieve. Diciembre estaba ya mediado y en aquel pequeño pueblo de Castilla los inviernos solían ser duros. La Sra. Emilia vivía sola, y aunque ya pasaba de los 80 años, todavía estaba fuerte y se valía muy bien por sí misma, tenía sus achaques, claro, pero aún era capaz de atender su casa y hacerse su comida. De hecho a aquella hora, aún temprana, en el fuego de la cocina ya hervía algo que olía de forma apetitosa.
Sin saber porque, aquella mañana los recuerdos se agolpaban en la memoria de la anciana, posiblemente porque al mirar el calendario vio lo cerca que estaba ya la Navidad. Se dirigió a la sencilla librería que presidía el cuarto de estar y cogió entre sus manos, cuidadosamente, una fotografía antigua donde ella aparecía joven y guapa, y a su lado, un hombre fuerte y de agradable sonrisa la sujetaba cariñosamente por el hombro; junto a ellos dos niños pequeños cogidos de la mano, la miraban con sus grandes ojos muy abiertos.
Apretó con infinito amor la vieja foto contra su pecho y le pareció revivir aquellos felices tiempos en que, junto con su marido a quien tanto quiso, esperaban las Navidades con ilusión y alegría, compartiendo con sus dos hijos aquellas fiestas entrañables. Aquellos días en que los cuatro salían al cercano pinar para buscar cortezas de árboles, piñas, ramas y demás elementos con los que decorar el sencillo Belén que despues ponían en el lugar principal de la casa, con aquellas pobres figuras de barro que conservaban con cuidado de un año para otro, a veces con un "remiendo" visible en el brazo de algún pastor o en la pata de alguna oveja, que intentaba remediar el desaguisado que las caídas propiciadas por las torpes manos de los chiquillos les había producido.
Recordó las noches de Reyes, cuando tras esperar a que los pequeños se durmieran, Elías y ella con amoroso cuidado, colocaban en los zapatos de los niños los humildes regalos que su modesta economía les permitía, y se iban a dormir cansados y felices, esperando la mañana del día siguiente, cuando los gritos alborozados de sus hijos, (a quienes los nervios habían despertado muy temprano), los hacían saltar de la cama y, olvidándose del frío, compartir con ellos aquella maravillosa ilusión.
Un gesto de nostalgia se dibujo en su rostro. La Sra. Emilia era viuda desde muy joven y como muchas mujeres de su generación había tenido que luchar muy duramente en aquellos dificiles años para sacar a delante a sus hijos. Siempre había sido animosa y no le importó trabajar en lo que fuera para que los chicos tuvieran todo lo necesario, lo peor fue tener que acostumbrarse a vivir sin aquel hombre bueno que una rápida enfermedad se llevó tan pronto de su lado, obligándola a hacer de padre y madre. Aunque ocasiones no le faltaron, no quiso volver a casarse para no dar un padrastro a sus hijos, y a ellos entregó toda su vida.
Los chicos eran buenos, y aunque por su trabajo vivían lejos, la llamaban muy a menudo por teléfono y de vez en cuando se juntaban en el pueblo los dos hermanos con sus mujeres y los niños de cada uno. Cuando esto ocurría, la Sra. Emilia se sentía feliz y todos disfrutaban compartiendo en la mesa el sabroso cordero que ella asaba en la vieja lumbre de leña.
Todo iba bien, hasta que una estúpida discusión sobre unas pequeñas tierras del padre, que el uno quería conservar y el otro vender, había distanciado a los hermanos de tal forma que no se hablaban. Cuando iban a ver a la madre, cada uno por su lado, la pobre mujer sufría lo indecible al comprobar que el rencor cada vez se hacía más grande entre uno y otro. Ahora veía con tristeza como se acercaba la Navidad y sus hijos estaban enfrentados. Muchos sinsabores y sufrimientos había tenido en su vida, pero aquello le dolía más que nada, y su corazón de madre se apenaba sin poder evitarlo. Estaba embebida en sus tristes pensamientos, cuando sonó el timbre de la puerta. Al abrir se encontró con Matías el cartero, que tras saludarla y preguntarla como siempre por su salud, le entregó un sobre dirigido a ella. Al abrirlo comprobó que se trataba de una carta del mayor de sus hijos, Elías, que decía así:
"Querida madre, se que voy a darle la mayor alegría que podía esperar. Mi hermano y yo hemos olvidado aquellas diferencias que nos separaban y nos hemos dado un abrazo. Espérenos a todos para celebrar juntos la Nochebuena. ¡Ah! y no olvide el cordero, que nadie lo prepara como Vd.
La Sra. Emilia sintió que su corazón que llevaba tanto tiempo encogido por la pena, se liberaba en forma de lágrimas de alegría que rodaban por su cara mientras releía la carta de su hijo. ¡Dios había escuchado sus oraciones! ¡Aquella si que iba a ser una buena Navidad!. Y como atraída por algo invisible, volvió los ojos a la fotografía donde Elías, su marido, parecía sonreirle de forma especial.

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