El libro sin "Pedigree"

La librería abarcaba casi toda la pared del elegante salón; su noble madera tenía ese aspecto inequívoco de los muebles caros, y los abundantes volúmenes, casi todos encuadernados en piel correspondían a los mejores autores clásicos y contemporáneos.
El pequeño librito de pastas gastadas y humilde encuadernación, estaba colocado entre ellos y destacaba de forma llamativa. Siempre se había sentido marginado por sus ilustres compañeros de estantería, y sabía que servía de comentario despectivo entre ellos. Sobre todo había un pequeño grupo a los que se podía considerar como integrantes de los “nobles linajes” de entre todos los libros, que removían indignados sus hojas cada vez que en sus tertulias salía el tema de: “Esos advenedizos que pretenden ocupar espacios y lugares que no les corresponden”, incluso había un grupito de “snobs” que, en lugar de advenedizos, decían “parvenus” porque le parecía más fino.
Cuando esto ocurría él se empequeñecía aún más, consciente de que, ni su aspecto ni su contenido (una vulgar novelita de autor desconocido), podrían hacerle nunca soñar con ser admitido, ni aún tolerado por sus importantes compañeros.
Aquella tarde se encontraba aún más deprimido que otras veces, ya que por la mañana, la señora que hacía la limpieza, al quitar el polvo, había hecho un comentario despreciativo sobre él y su presencia allí.
Estaba más encogido que nunca, cuando se oyeron unas voces femeninas que se acercaban. Se abrió la puerta y entró Marisa la dueña de la casa, en compañía de otra mujer, charlando animadamente.

- Que alegría me ha dado volver a verte después de tantos años - decía Marisa

La otra la respondió en parecidos términos, añadiendo:

- Tienes una casa preciosa - y diciendo esto, merodeó por el salón, admirando aquí y allá los muchos detalles de indudable buen gusto que adornaban la habitación. Se detuvo ante la librería y leyendo alguno de los títulos, alabó la espléndida biblioteca, mientras acariciaba levemente los hermosos cantos de los libros. Por fin llegó al lugar que ocupaba nuestro protagonista, y volviéndose a Marisa le preguntó sorprendida:

- ¿Y éste?

El librillo se encogió aún más, avergonzado y temeroso. Entonces la dueña de la casa se levantó y dirigiéndose hacia él, tomándolo cuidadosamente entre sus manos, le dijo a su amiga:

- Tu sabes que mis padres han tenido siempre una buena posición, y tanto mis hermanos como yo hemos tenido fácil el acceso a los estudios y la cultura, pero no sé si alguna vez te he contado como mi abuelo vino a Madrid desde un lejano pueblo de Andalucía, sin saber leer ni escribir, y como a fuerza de voluntad y tesón, consiguió aprender a leer de forma prácticamente autodidacta. Te puedo asegurar que no he conocido a nadie para quien leer constituyera un placer mas grande que para mi abuelo, y desde muy pequeña me transmitió el amor por la lectura, y por conocer a través de los libros mundos maravillosos y desconocidos, a viajar con la imaginación y a vivir mil aventuras.
Nunca agradeceré bastante a mi abuelo, poner en mis manos el instrumento más maravilloso que un ser humano puede tener para enriquecerse por dentro: la afición a la lectura. Este pequeño y humilde libro es un regalo suyo, de aquel lejano tiempo, y por eso ocupa un lugar de preferencia en la librería, entre las obras maestras que los hombres han escrito en todos los tiempos, y ahí seguirá siempre, porque es el libro que más quiero.
Y volvió a colocar a nuestro amigo en la librería, al lado de sus “importantísimos” compañeros.

Después las dos mujeres continuaron hablando y recordando viejos tiempos, mientras en el elegante mueble todos sus ocupantes habían oído estupefactos las palabras de la dueña de la casa.

El pequeño libro se sintió tan feliz que, desde sus hojas a sus humildes cubiertas, todo su ser se estremeció invadido por la emoción. Ya nunca más nadie se atrevería a juzgarle con desprecio: ¡Era el libro MAS QUERIDO de la estantería!
Y eso le daba un valor superior que compensaba su humilde aspecto y su contenido más bien vulgar. El significaba mucho más que cualquier otro, era el símbolo del amor a la lectura y sobre todo del afán por aprender.

Y arrullado por aquellas palabras de su dueña que le parecía seguir oyendo: “Es el libro que mas quiero . . . es el libro que mas quiero”, se quedó dormido con el calorcillo de un rayo de sol que entraba por la ventana y que iluminaba el nombre de su desconocido autor.

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