. . . A JUANA

Juana era como un reloj de sol que solo marca las horas de luz. La conocí en un lugar muy especial y poco favorable para la alegría: la consulta de radioterapia de un gran hospital.

Mi historia había comenzado apenas un par de meses antes, cuando tras unas pruebas supe que aquellas pequeñas hemorragias que yo atribuía a desarreglos de mis 48 años, se debían en realidad a un tumor uterino.

Cuando vuelvo la vista atrás recuerdo aquel 9 de Noviembre de 1992, en que conocí el alcance de lo que me ocurría, como si se tratara del guión de una película:

El otoño había llegado de repente, bruscamente, una mañana el aire tibio se convirtió en un viento desapacible que arrancaba las hojas de los árboles que aún se resistían a caer. Desde el otro lado del cristal de la amplia ventana, yo observaba distraídamente como las ramas se agitaban con fuerza, con un sonido que desde allí no podía oír, y como los pajarillos saltaban y se perseguían sobre el césped bien cuidado de los jardines del hospital.

La verdad es qué, sorprendentemente, no sentía nada especial, era una extraña sensación de distanciamiento como si la historia no fuera conmigo, algo así como cuando riegas un tiesto muy seco, al principio el agua resbala y no llega a calar en la tierra. Poco a poco la noticia que acababan de darme fue tomando cuerpo en mi cerebro: Tenía cáncer, los análisis que habían recibido los ginecólogos lo habían confirmado sin lugar a dudas.

Y allí estaba yo, sola, mirando por la ventana, consciente de forma intelectual de la gravedad del asunto, pero sin sentir ni miedo, ni histeria, ni nada de lo que siempre suponemos que hay que sentir cuando ese terrible diagnóstico aparece.

Recordé el mal rato que había pasado la doctora al comunicármelo, evitando incluso pronunciar la palabra “Cáncer”, interiormente le agradecí su buena intención, mientras, estúpidamente mi atención se fijaba en sus grandes pendientes de madera que se movían al compás de sus gestos. Tanto ella como la enfermera que la acompañaba me miraban de una forma especial, una mirada mezcla de conmiseración, afecto y algo de miedo ante una posible reacción mía descontrolada (supongo que en su trabajo se habrán encontrado reacciones de todo tipo), cuando vieron que mi actitud era serena, noté claramente como se relajaban y me alegré por mí y por ellas de que las cosas fueran de ese modo

Me explicaron largamente, con toda claridad y sin ninguna prisa (después supe que su turno había acabado hacía ya un buen rato y se habían quedado expresamente por mí), cual era mi situación médica, las terapias a aplicar y todo lo que consideraron necesario que yo conociera y que después me fue muy útil a lo largo del tratamiento de mi enfermedad. Salí del despacho con la cabeza llena de datos que había que ordenar.

Ahora me quedaba un paso delicado y difícil había que decírselo a mi familia, pero eso ya es otra historia.

La intervención quirúrgica y la recuperación posterior transcurrieron sin complicaciones, aunque de forma inevitable sobre mí planeaba la inquietante incógnita que plantea siempre ésta enfermedad: ¿se reproducirá?, preguntas a las que solo puede responder el tiempo. Los médicos decidieron completar el tratamiento aplicándome 30 sesiones de radioterapia, y ahí comenzó mi relación con Juana. Las dos esperábamos nuestro turno para aplicarnos la sesión diaria de radiación como terapia contra nuestros respectivos problemas, que en el caso de Juana era un tumor mamario.

Para quien no haya tenido la dura experiencia de visitar éstas zonas de los grandes centros hospitalarios, hay que explicar que se trata de sitios básicamente tristes. Se encuentran siempre por sus especiales características en los sótanos del edificio, y hasta la sala de espera, siempre iluminada con luz artificial, está envuelta en un ambiente agobiante, al que no es ajeno las expresiones a menudo angustiadas y temerosas de los pacientes. Cada uno con su problema a cuestas, no son lugares donde se hable demasiado.

Yo llevaba cuatro de mis sesiones cuando apareció Juana; era una mujer de mediana edad y complexión fuerte, aunque muy demacrada y con la cabeza prácticamente sin pelo. Se sentó a mi lado y tras un saludo acompañado de una sonrisa, me preguntó que de donde era. Había algo en su mirada que invitaba a la cordialidad y entablamos conversación que terminó cuando las enfermeras me llamaron para conducirme a la zona de radiación.

En los días siguientes fui poco a poco conociéndola más; venía de un pueblo de Toledo y, a pesar de que la combinación entre la quimioterapia y las radiaciones la mantenían en una situación física bastante precaria, su ánimo era alegre y positivo, y su compañía era para mí una verdadera terapia de optimismo.


Algunos días en que el tiempo era bueno y acabábamos pronto, salíamos al exterior y nos sentábamos en el pequeño jardincillo que rodeaba el hospital, mientras llegaban nuestros respectivos medios de locomoción para volver a nuestras casas. Conocí datos de su vida y supe que era casada y que sus hijos, ya mayores, habían encontrado en Barcelona y Bilbao su trabajo. Me habló de que al descubrir su enfermedad, se propuso enfrentarse a ella, no dejarse vencer moralmente ni por el temor ni por el sufrimiento, y que ese ánimo había conseguido transmitírselo a su familia, en especial a su marido, que como ella decía – acompañando sus palabras por una sonrisa de ternura -, era un poco “agonías”.

Según iba conociéndola más, me iba ganando su extraordinaria personalidad. Irradiaba tal serenidad y equilibrio, que aún en aquella situación difícil, parecía tenerlo todo bajo control.

Una de las tardes en que yo me encontraba algo baja de ánimo, mientras charlábamos en el exterior bajo unos tímidos rayos de sol invernal, notando mi decaimiento, tomándome las manos me dijo :”No te dejes abatir, mira ese rayo de sol, solo por sentir su caricia en la piel ya merece la pena la vida, la alegría de sentirse vivo tiene que estar por encima de todo, mírame a mí – me dijo sonriendo -, sin pelo, mutilada, ¡pero viva!.

Nunca sabrá cuanto me ayudó aquel día y otros muchos. He conocido gente interesante y con muchos valores, pero pocos se pueden comparar a aquella mujer sencilla, pero que poseía la fuerza más grande de todas: La de sentir el placer de vivir por encima de cualquier situación.

Seguimos en contacto y supe de su recaída. Fui a visitarla y tuve que hacer un terrible esfuerzo para disimular la impresión que me causó su aspecto. La cruel enfermedad había hecho estragos en ella, pero cuando me acerqué me saludó con alegría y me apretó la mano con un vigor insospechado, y entonces supe qué, a pesar de todo, Juana seguía siendo el espléndido ser humano lleno de fuerza interior que yo había conocido, que no estaba vencida.

Fue dura su lucha y a veces temí que no pudiera superarlo, pero pudo, y hoy, después de casi cinco años de su última operación, ya recuperada, y con el maravilloso regalo de dos nietos, sigue haciendo feliz a su familia y a todos cuantos tienen la suerte de tratarla.

El mundo es mejor porque hay gente como Juana, ¡Dios la bendiga! .

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