TOLERANCIA CERO (Relato de ficción contra la violencia de género)

Mi amiga Julia continuaba hablando con su voz un poco nasal, mientras yo seguía teniendo aquella sensación de irrealidad que me acompañaba desde que ella había comenzado a referirme aquellas cosas a las que yo me negaba a dar crédito.

Mi mente se negaba a admitir que aquello pudiera ser verdad. Hablaba de Miguel, a quien yo conocía desde los tiempos del Instituto, con el que siempre habíamos mantenido una buena amistad, y con el que, sobre todo mis hermanos, seguían teniendo mucho contacto. Si hubiera que definirle en pocas palabras, diríamos que Miguel le caía bien a todo el mundo.

Sin embargo Julia parecía sincera, y por otra parte no tenía ninguna razón para mentir. Al narrarme el calvario que estaba sufriendo su hermana Marisa sus ojos se habían llenado de lágrimas en muchas ocasiones. No podía creerlo pero . . . los datos, las fechas, las circunstancias ... todo se amontonaba en mi cabeza abriéndose paso con dolorosa certidumbre.

Recordé momentos, ausencias, explicaciones, pequeñas extrañezas de un instante a las que no di importancia en su momento y que ahora se agrandaban al sonido de aquellas confidencias demoledoras.

No podía admitir que aquel chico estupendo siempre dispuesto a hacer un favor, cariñoso y afable, fuera un maltratador, uno de aquellos hombres miserables y agresivos que vemos en la televisión y que nos producen horror y desprecio, un macho prepotente y violento capaz de convertir la vida de su mujer en un infierno.

Julia continuaba sentada a mi lado, ya en silencio y con la cabeza baja, abrumada sin duda por la narración de todo aquel cúmulo de penosas vivencias que su hermana les había confesado, después de haberlas soportado en silencio desde poco más tarde de su boda con Miguel, incluso estando embarazada de sus dos hijos.

Al parecer aunque por vergüenza había intentado ocultárselo a todo el mundo, había llegado al límite de sus fuerzas y se planteaba iniciar los trámites del divorcio. Alargué mi mano para estrechar la de Julia que me la apretó con calidez, no sabía que decirla ni como consolarla, y sobre todo, aún me costaba referirme a Miguel como “ese hombre”, como ella hacía. Eran muchos años de afecto, contra aquellas dos horas terribles en las que había escuchado la narración de aquel cúmulo de barbaridades referidas a su comportamiento.

Algo dentro de mi se resistía a admitir la metamorfosis de aquel buen amigo, a quien yo consideraba una excelente persona, en un ser violento y despreciable, y sentía el impulso casi irresistible de defenderle ante aquellas acusaciones, sin embargo, ante la actitud de abatimiento de mi interlocutora, no me atreví a hacerlo.

Recordé que siempre que se debatía el tema de los maltratos a mujeres, los expertos coincidían en la opinión de que estos hombres se comportaban de manera normal en su vida social, e incluso eran considerados gente simpática y generosa cambiando de forma brutal con su víctima, ¿sería ese el caso de Miguel?, me parecía imposible.
Me despedí de Julia, y me fui a casa desolada, tras aquel doloroso testimonio que nunca hubiera querido oír. No podía condenarle sin haberle escuchado, y me hice el propósito de sonsacarle la próxima vez que tuviera ocasión de hablar con él.
No pasaron muchos días sin que la ocasión se presentara en casa de uno de mis hermanos con motivo de su cumpleaños. Como no era posible plantear la cuestión directamente, y los demás no conocían la terrible información que me había dado Julia, esperé por si la conversación me daba pie a tocar el tema de alguna forma. Desgraciadamente es muy frecuente que la televisión se refiera a casos de mujeres maltratadas, y eso precisamente ocurrió: un anuncio seguido del teléfono de ayuda, fue mi ocasión para hacer un comentario positivo sobre este tipo de servicios sociales, y noté como el corazón se me paraba cuanto oí decir a Miguel: “No se porque tienen que meterse en los asuntos de las familias, esas cosas forman parte de la intimidad de las parejas”.
"¿Cómo dices?, "- le pregunté mirándole a los ojos -, "Si, - dijo -, siempre ha habido en los matrimonios sus mas y sus menos, y nunca ha tenido que meterse nadie a redentor. ¡Apañados estamos si nos tienen que decir como hay que tratar a nuestra propia mujer!" Y riéndose intentó buscar la complicidad de mi hermano y los otros amigos de la reunión. Yo veía en aquel hombre un perfecto desconocido que nada tenía que ver con mi amigo de siempre y sentía una gran congoja que me ahogaba.
Los ojos se me llenaron de lágrimas de pena y de rabia y sin poder contenerme, le increpé delante de los demás, que, aunque sorprendidos por las afirmaciones de Miguel no conocían el triste trasfondo del asunto, echándole en cara su comportamiento con su mujer
La reunión terminó de forma lamentable, entre la incredulidad de unos y la indignación de otros, mientras él, irritadísimo, seguía defendiendo la tesis de que nadie tenía derecho a meterse en lo que pasaba entre su mujer y él, que aunque reconocía que a veces “perdía los nervios”, eso no tenía que ver con el cariño que se tenían, y que estaba convencido de que Marisa no le daba al asunto tanta importancia.

Al poco tiempo supe que ella, por fin, había planteado una demanda de divorcio y había ido a vivir, junto con sus hijos, a casa de sus padres Para mí fue una tremenda decepción y una dolorosa experiencia comprobar que, quien yo creía un hombre excelente, un amigo de toda la vida, llevaba en realidad una máscara que ocultaba a un miserable maltratador. ¿Cuántos hombres habrá con esa misma máscara?.

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