La mujer muerta



Surgiendo entre la leve niebla de la mañana, se adivina el perfil de la sierra, esa sierra que siempre formó parte del horizonte cotidiano de mi infancia, y que después, cuando he estado lejos, he echado de menos tanto como el Acueducto, la Calle Real o la Plaza Mayor.
Reconozco que esa figura de mujer yacente siempre ha ejercido sobre mí una gran fascinación, a la que contribuía la hermosa leyenda que mi padre me contaba sobre aquella joven que murió de amor cuando su enamorado partió a la guerra, se olvidó de su amada y no volvió nunca. La línea maternal de su vientre puede hacernos pensar que el olvidadizo guerrero, abandonó algo más que a su novia. Después he conocido otras historias donde se mezclaba la violencia y las rivalidades entre dos hermanos por la jefatura de una tribu, o una madre que intentaba mediar entre dos hermanos que se odiaban. Pero desde luego ninguna tenía la magia y el romanticismo de la que mi padre me narraba de niña. Me quedo con esa.
El tiempo ha transcurrido sobre todo, personas y paisajes, sin embargo cuando miro la Mujer Muerta siempre me da la imagen de lo permanente, de lo eterno, de esas cosas que están ahí de siempre, y que seguirán estando cuando yo solo sea un recuerdo, y me gusta mirarla como algo familiar y querido.
Las ramas florecidas del humilde arbolillo que, por la magia de la primavera se ha convertido en una pequeña joya, la sirven de marco, y sus nevadas cimas nos envían un airecillo fresco y limpio en estas mañanas del mes de Marzo.

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