LA MARCHA

En estos días en que los mineros son noticia, he recordado algo que escribí hace ya bastante tiempo, y que recoge mis vivencias cercanas a este sacrificado colectivo.


Al principio fue solo un brillo lejano moviéndose en el horizonte que más que verse se adivinaba. La mañana era limpia y transparente, la lluvia caída de madrugada hacía que todo pareciera como recién lavado y el fresco aire procedente de las cercanas crestas de la sierra del Guadarrama tonificaba el cuerpo y la mente con gozosa sensación.
La gente, apostada a ambos lados de la carretera, esperaba hacía ya un buen rato dirigiendo la vista hacia el horizonte, hasta donde la oscura cinta de asfalto se confundía con el cielo azul. Cuando alguien gritó: ¡Ya vienen!, una especie de nerviosa excitación pareció recorrerles a todos, y a partir de ese momento todos los ojos quedaron definitivamente prendidos en aquella masa azul y blanca que cada vez se acercaba más.
Ella había llegado junto con su marido desde la cercana Segovia, y permanecía allí apiñada junto a aquellas personas que esperaban la llegada de la marcha, sintiendo como todos una creciente expectación qué, en su caso, se mezclaba con una emoción especial. Poco a poco se empezaban a distinguir las figuras y se escuchaba, lejanamente aún, el sonido acompasado de cientos de botas sobre el asfalto y se veía avanzar aquel inmenso grupo de hombres, vestidos con monos azules, mientras sus blancos cascos de minero brillaban al sol.
En aquel momento la mujer sintió como su mente, en rápido salto al pasado, la trasladaba a aquellos años ya lejanos en qué, recién casada, fue a residir con su marido, funcionario, a aquel pueblo minero del norte de León. El pueblo, rodeado de montañas, era una espléndida sinfonía de verdes, sobre todo en primavera cuando la nieve desaparecía y quedaba solo relegada a las cimas de los picos más altos, y las flores cubrían de amarillos y azules los alegres valles. Solo la parte de la montaña cuyas entrañas guardaban las minas de carbón, tenía un aspecto distinto, como artificial, un verde seco y opaco que le daba un tono deslucido y triste en contraste con el resto, restallante y luminoso.

Había algunos rebaños de vacas, no muchos, pero que daban un toque pintoresco a las calles del pueblo al atardecer, cuando balanceando acompasadamente los esquilones de grave sonido, volvían a las cuadras. En la falda de la montaña se extendía, casi como de juguete, la vía del pequeño tren que transportaba el carbón, y que a su paso hacía sonar melancólicamente el silbato de la máquina, mientras la pequeña columna de humo se perdía en el horizonte. El río, de aguas frías y limpias, guardaba el tesoro de unas truchas finas y sabrosas, cuyos cuerpos brillantes se veían saltar cuando intentaban capturar algún insecto. Sus márgenes eran, a trozos, vergeles de hierba y plantas, y en otros tramos, pedregosos, con piedras grandes y blancas, erosionadas por las crecidas del río y que se alternaban con zonas arenosas, como pequeñas playas. Los salgueros de la orilla vencían sus ramas sobre el agua acompañando a la corriente durante un pequeño trayecto, como si quisieran irse con el río en su cantarina marcha hacia el mar.
A ella le gustó el pueblo desde el primer momento, y aunque echaba de menos su familia y su ciudad, la ilusión de su nueva vida recién estrenada la compensaba con creces. La gente era acogedora y amable; una gran parte de los vecinos trabajaban en las minas de carbón, aunque también había algunas explotaciones ganaderas y agrícolas.
La casa que alquilaron era nueva y bonita, y estaba situada en un lugar desde donde se podía ver muy cerca la montaña verde y cubierta de espléndida vegetación, lo que para ella constituyó un encanto añadido. Sus vecinos más próximos eran un matrimonio, ya de cierta edad: El Sr. Elías y su mujer Constantina, y sus dos hijos, mineros y solteros aún. Desde el primer momento fueron muy cariñosos con ellos y se ofrecieron para ayudarles en todo cuanto necesitaran. Aún recordaba con nitidez lo peculiar que le pareció su viejo vecino la primera vez que le vio; había algo en su mirada y en su reposada forma de hablar que le impedía pasar desapercibido. Después , cuando a través de sus conversaciones conoció como había sido y era su vida, se hizo una idea bastante aproximada de lo que había más allá de aquella mirada vivaz é inteligente.
Si alguien le hubiera pedido que definiera al Sr. Elías y contara su historia hasta lo que ella conocía, lo hubiera hecho así :

“El Sr. Elías tenía el rostro seco y enteco surcado por unas arrugas renegridas y profundas, como si fueran el mapa de las galerías que formaban las minas de carbón donde había pasado gran parte de su vida. El pelo, casi totalmente blanco y todavía abundante, se le arremolinaba en la coronilla, rebelde a todo control. Su figura delgada se movía aún con envidiable agilidad, haciendo innecesario y testimonial el pequeño bastón que le acompañaba siempre. Lo que más resaltaba en su persona eran sus ojos, unos ojos de un negro dramático, de brillo inteligente y que ponían en su rostro una fuerza llamativa. Eran los ojos de un hombre joven instalados sorprendentemente en la cara de un viejo.
En el pueblo era considerado un hombre serio y cabal. Había excepciones, claro, aún quedaban a pesar de los muchos años transcurridos, algunos resquemores derivados de la guerra civil, aquella guerra qué, como en tantos otros pueblos de España había dividido en dos bandos enfrentados a los vecinos. Todos conocían la irreductible ideología del Sr. Elías: Era un viejo luchador de la izquierda, porque, como él decía, no se puede ser otra cosa cuando tres generaciones de su familia habían sido pobres de solemnidad, sometidos por el yugo de la miseria a otras tantas generaciones de caciques de variado pelaje. Las cosas habían cambiado mucho desde sus bisabuelos a él, pero aquellas ideologías transmitidas de padres a hijos, estaban muy arraigadas dentro suyo. Se había pasado prácticamente la vida sumergido en ese mundo oscuro y tenebroso de la mina de carbón, extrayendo el negro mineral que constituía casi la única fuente de subsistencia de aquel pueblo. De niño vio sacar a su padre muerto debajo de una manta por aquel pozo oscuro en el que él entraba todos los días a ganarse el pan, y en su cabeza solo había un pensamiento y en su corazón un deseo: Que sus hijos no tuvieran que hacer lo mismo.
Tenía tres hijos: Una chica guapa y espigada, que ya casada, le había dado tres nietos; y dos mocetones que aún solteros vivían en casa todavía. A veces cuando los miraba, altos y grandes como castillos, le parecía imposible que hubieran nacido de un cuerpo tan frágil como el de su mujer, cuyo aspecto quebradizo y delicado, aún conservaba algo de aquel encanto que le cautivó cuando la conoció, hacía ya un montón de años, en una romería de un pueblo vecino. El Sr. Elías sabía que ella, que procedía de una familia campesina, no había tenido una vida fácil a su lado, siempre en vilo hasta que le veía entrar de vuelta del trabajo. Cuando llegó la deseada jubilación, la mujer lloró de alegría, sus ojos perdieron aquella sombra oscura y pareció liberarse de un gran peso.
Pero no duró mucho su alivio : Los chicos, a quienes los estudios no se les dieron demasiado bien, y que habían intentado salir adelante con una pequeña explotación ganadera, en vista de lo poco rentable que resultaba, tuvieron que volver sus ojos a la mina que les aseguraba mayores ingresos.
Al Sr. Elías algo se le apretó en el fondo del pecho el primer día que los chicos salieron de casa para bajar al negro pozo que él conocía tan bien, y ese algo se le quedó allí quieto, como un dolor anestesiado, pero siempre presente , que él procuraba olvidar y cubrir con los cotidianos y pequeños sucesos que componían su tranquila vida de jubilado, pero comprendió de golpe toda la intensidad de aquella mirada tan especial qué, durante más de treinta años y sin palabras, su mujer le dirigía cada vez que se iba al trabajo, con aquel punto de angustia que a él, a veces, le había irritado un poco
En su caso, el temor que sentía por los hijos aún era peor porque podía ponerle imágenes a su miedo. En su mujer el miedo era algo instintivo y abstracto, pero él que conocía la mina por dentro, no podía evitar visualizar mentalmente y con todo detalle los posibles riesgos, y los recuerdos de pasadas desgracias ocurridas a compañeros, se agigantaban en su memoria con dolorosa precisión; a veces era tan fuerte la evocación, que sentía otra vez en la garganta el polvillo del carbón y notaba en la piel el ambiente opresivo del pozo. Entonces sacudía la cabeza para alejar de él aquellas visiones angustiosas y canturreaba por lo bajo aquellas canciones que aprendió de pequeño y que hablaban de valles verdes y de serranas hermosas. Cuando esto ocurría, su mujer le miraba sin decir nada y siempre tenía la impresión de que ella conocía perfectamente cuanto él pensaba, aunque no lo dijera.
Pero a los chicos no parecía importarles demasiado bajar a la mina, estaban acostumbrados a ver su trabajo como algo inevitablemente unido al hecho de haber nacido allí, y eran de natural alegre y comunicativo. Solo cuando había un accidente en la minería, aunque fuera en otra cuenca, y alguien moría, una especie de viento frío parecía pasar por la casa, y ese día no se hablaba casi en la mesa, y los rostros de los chicos y de su padre se volvían hoscos y como tallados en piedra, hasta que pasados unos días todo volvía a la normalidad”.

Los días se deslizaban para ella felizmente, los acontecimientos cotidianos de su recién estrenada vida, estaban revestidos de ese toque de gozosa novedad que los hacía más atractivos, y sin duda, cuando volvía la vista atrás, recordaba aquella época como una de las más felices de su vida. El tiempo libre lo dedicaban a viajar con su pequeño utilitario, disfrutando de los maravillosos alrededores de aquel precioso lugar. Para ellos la mina era algo que no los tocaba de cerca, algo que no veían y que solo se traducía en aquel carbón brillante y de magnífica calidad, con el que llenaban la calefacción en el largo invierno y que les vendían a un precio muy barato.
Una mañana que, como todos los días, después de despedir a su marido trajinaba en la casa, un ruido alarmante, inesperado y estridente rompió el silencio; Al principio no supo muy bien lo que quería decir, pero enseguida se dio cuenta : ¡aquello era una sirena!, algo extraño pasaba. Se asomó a la ventana, el sonido seguía dramático é inquietante. Vio pasar a la gente corriendo y bajó a la calle, entre los gritos y la confusión oyó que repetían como en una angustiosa salmodia : ¡la mina!, ¡la mina!. Vio a las mujeres con las caras demudadas, llorosas, en algunos casos con un atuendo que ponía de manifiesto el apresuramiento con que habían salido a la calle. Grupos de personas con la angustia en todos los rostros, corrían en dirección a la zona donde estaban los pozos. La sirena ya había enmudecido, pero aún parecía vibrar el aire con un temblor extraño y terrible.
No supo que hacer, un sentimiento mezcla de miedo y de respetuosa timidez la frenó en su primer impulso de acercarse a la mina para ver que había pasado, quizá no debía hacerlo, le pareció que no tenía derecho a irrumpir en el dolor y la angustia de aquella gente, de aquellas mujeres en aquel momento, y se las imaginó apostadas en la boca-mina, con el corazón apretado por la peor de las angustias, sin saber a quién le había tocado, a quién de ellas el accidente había dejado sin marido ó sin hijo. Se estremeció de miedo y de pena solo de pensar lo que ella sentiría si estuviese en la piel de aquellas pobres mujeres, y fue una sensación tan fuerte que supo que, a partir de aquel momento, aunque pasara el tiempo y la vida la llevara lejos de allí, nada que se relacionara con la mina y los mineros la iba a dejar indiferente. Volvió a su casa y esperó con el corazón encogido a que su marido volviera del trabajo; traía noticias, y eran malas noticias: Tres mineros habían quedado sepultados. Habían logrado sacar uno con vida, pero se temía por la suerte de los otros dos.
Al anochecer recuperaron los dos cadáveres. Eran dos hombres jóvenes casados y con hijos a quién ella no conocía personalmente. El entierro fue una desgarradora manifestación de duelo, donde, además del terrible dolor de las familias, lo que más la impresionó fueron las caras de los otros mineros. Los hijos del Sr. Elías que habían ayudado en las tareas de rescate, estaban allí, absolutamente abatidos.
Algún tiempo después, por cuestiones de trabajo, abandonaron aquel pueblo, no sin pena, y los años pasaron . . . . sin embargo aquel hilo sentimental que la unía con todo lo que se relacionara con la mina y con su gente, seguía presente en ella, y por eso, cuando supo que los mineros venían de marcha a pie hasta Madrid, para reivindicar sus puestos de trabajo, quiso acudir a verlos, solo para mirarlos marchar, para hacerse solidaria de alguna manera con aquellos hombres y sus familias.
Por eso estaba allí, y por eso, cuando coincidiendo con el paso de los mineros, empezaron a sonar las notas de su himno, ese himno dedicado a Santa Bárbara, cuya emocionante letra habla de camisas manchadas de sangre de los compañeros, sintió que se trasladaba a aquella mañana terrible, y apoyándose en el brazo de su marido que también estaba emocionado, no le importó que aquel nudo que tenía en la garganta hacía un rato, estallara en lágrimas que dejó correr por su cara, mientras todo el mundo aplaudía a aquellos hombres serios y fuertes, que reivindicaban de aquella esforzada manera un trabajo, que aunque tan duro, era el pan de sus familias.

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