TIEMPO DE LILAS

El intenso olor a lilas me envolvió nada más trasponer la vieja puerta de madera que daba acceso al jardín. Entré lentamente, casi con miedo de encontrarlo cambiado, desconocido, pero no fue así, estaba exactamente igual que cuando sirvió de fondo para aquella foto, absolutamente cursi, donde yo aparecía con un traje de angelito, alas incluidas, y que ahora parecería totalmente increíble.
Hice un rápido cálculo mental: Casi 60 años separaban aquel ángel tiernamente repipi, de la mujer que ahora contemplaba, con una mezcla de nostalgia y escepticismo, el jardincillo de las monjas, presidido como entonces por la capilla de la pequeña Virgen de dulces rasgos, que tantas veces había visto cuando era niña, y que, por cierto, ya no lucía aquella especie de extraños rayos metálicos que, para mi asombro infantil, le salían de las anchas mangas de la túnica, y que nunca supe muy bien que querían significar.

Accedí a través de la puerta de madera al pasillo, cuyas baldosas blancas y negras, bien podían ser las mismas que pisara todos los días cuando iba allí al colegio, (colegio que hacía muchos años que había dejado de funcionar), aquel pasillo de extremada limpieza, adornado a ambos lados con espléndidas plantas, igual que entonces. Sabía, ya que así estaba claramente indicado, la dirección que debía tomar para llegar a la zona hospitalaria, actividad a la que ahora se dedicaban, tanto las monjas como el antiguo edificio, y donde una amiga convalecía de una operación sin importancia, pero como si una fuerza irresistible tirara de mí, me dirigí hacia donde recordaba que estaba la capilla interior. La visita a mi amiga podía esperar.

Mis pasos resonaban en el desierto pasillo a pesar de mis precauciones, pero pude llegar, sin encontrarme a nadie que me hiciera molestas preguntas, a la entrada de la pequeña iglesia que tantas veces visitara de niña. Empujé con timidez la puerta, que se abrió con un pequeño chirrido, y me adentré en la capilla que me pareció mucho más pequeña que entonces, como siempre pasa con los sitios que has visitado en tu niñez. El aroma de las flores del altar me sacudió con el gran poder de evocación que tienen los olores que hemos percibido en el pasado.
Levanté la vista, y allí estaba: era una Virgen de rubios cabellos y rasgos aniñados, cuya dulce mirada se dirigía hacia las alturas, y cubierta con una túnica azul que caía sobre una vestidura blanca. Rodeada por aquel sosegado silencio y envuelta por la sugerente fragancia de las lilas que captaba, más con el corazón que con los sentidos, me pareció que no había pasado el tiempo, y acomodándome en uno de los bancos, me dejé llevar por los recuerdos. . .

“ ¡Maribel!, si no te estas quieta y no dejas de hablar con tu vecina de banco, te quedas sin recreo durante una semana, ¡reza y presta atención!.”
La voz de Sor Matilde, a pesar de ser apenas un susurro, tenía la suficiente carga de enfado y autoridad para hacerme callar y recuperar la postura adecuada mirando al frente.
Me coloqué disimuladamente la cofia que sujetaba el velo que las monjas nos ponían para “ofrecer”, y que se me había torcido en la pequeña refriega con mi compañera, y esperé pacientemente que llegara lo más divertido del ejercicio de las Flores, que era sin duda, la ceremonia de acercarse con el ramo de lilas hasta el altar de la Virgen, y tras levantarle en gesto de ofrenda, depositarlo en unas cestas que se encontraban en el suelo. Antes de llegar a ese momento “cumbre”, había que superar el rezo del Rosario y las interminables letanías. Reconozco que a mi se me hacía muy largo y tedioso aquel recitado monocorde, y siempre estaba pensando en otras cosas, aunque tenía que adoptar, como todas las demás, una actitud recogida y devota.

Mi atención se dispersaba sin remedio entre un juguetón rayo de sol que, entrando por una de las ventanas, pintaba arabescos sobre la cabeza de uno de los santos del altar, y una mosca que se paseaba por la blanca toca de Sor Matilde, sentada en el banco de delante.
¡Como me fascinaban las tocas de las monjas!. Rodeaban su cabeza apretadamente, para después dispararse en unas alas almidonadas y blanquísimas. A los 5 años que tenía yo entonces, creo que hubiera dado cualquier cosa por ponerme en la cabeza algo así. Me gustaba sobre todo mirar a las “sores” cuando al pasar por algunas puertas, aquel alambicadísimo tocado las obligaba a doblar la cabeza. Había observado yo, que las tocas alcanzaban una tiesura y blancura mayor a principios de semana, para después ir abatiéndose poco a poco a medida que transcurrían los días. Obviamente las monjas aprovechaban el fin de semana para lavar y almidonar sus tocas.
Mi fantasía infantil me había llevado a veces a pensar que, de mayor, me gustaría ser monja, con tal de ponerme aquel artefacto en la cabeza. Con el paso de los años aquella Orden sustituyó las, supongo, incomodísimas tocas, por un tocado mucho más práctico, pero desde luego mucho más insípido. Afortunadamente cuando eso ocurrió yo ya era mayor, si no me hubiera llevado un desengaño tremendo.

Lo que conocíamos como “el ejercicio de las Flores”, consistía, como he dicho antes, en rezar el Rosario, seguido de interminables letanías y no menos interminables oraciones, de las cuales las monjas (como es natural), no perdonaban ni una coma. Previamente habíamos entrado en la capilla, procedentes del colegio, en una ordenada fila formada por todas las niñas, y una vez sentadas en los bancos, hacían su aparición aquellas que habían sido escogidas para “ofrecer” aquella tarde, y que portaban en sus cabezas un velo coronado por una especie de diadema, y en las manos un ramo de flores primaverales, que casi siempre eran lilas o, en su defecto, celindas. Previamente las “oferentes” que iban de dos en dos, habían sido colocadas procurando que la estatura de las parejas guardara cierta proporción.
Este pequeño grupo se colocaba en dos bancos reservados, y tras el rezo concienzudo de todas las oraciones, comenzaba la parte “divertida” de la celebración.
Es sabido que, casi siempre, las monjas se distinguen, al menos entonces, por cantar muy bien en los actos religiosos. Esta premisa se cumplía totalmente con “mis monjas”. Había un coro, dirigido y “capitaneado” por una sor con una voz tan dulce y armoniosa, que realmente convertía aquellas ingenuas canciones en algo delicioso de escuchar.

Al compás de esas melodías, que ahora nos parecerían edulcoradamente cursis, y a la señal que nos daba Sor Matilde, salíamos de dos en dos, con paso despacioso, (extremo que nos era recomendado una y otra vez), nos acercábamos al altar y levantábamos nuestras manos, que sujetaban el ramo, en gesto de ofrecimiento, y tras depositarlo en un cestillo, volvíamos a nuestro sitio. Normalmente era esta una actividad que a todas las niñas nos gustaba hacer, ya que nos sentíamos “protagonistas” del acto, pero recuerdo que en una ocasión me costó un severo castigo, ya que un inoportuno tropezón de mi compañera ante el altar, hizo que yo soltara una sonora carcajada sin poder evitarlo, lo que constituía una doble falta según me dijo la monja: primero una falta de respeto a la Virgen, y después una falta de caridad ante la “desgracia” de mi prójimo, encarnado en esta ocasión en Fuencisla, mi compañera de pupitre. A veces, estas pequeñas “actuaciones” en honor a la Virgen en el mes de Mayo, se convertían en algo más elaborado, y tenía lugar el “recitado” de versos por parte de las niñas. Yo recuerdo especialmente una vez en que “recité” de memoria un pequeño texto, (supongo que infumable), vestida de angelito, ante el orgullo indisimulado de mis padres que, incluso quisieron inmortalizar el momento mediante una fotografía realizada en el jardincillo, donde, por cierto, yo aparecía con cara de pocos amigos, a pesar de mi “angelical” atuendo.
La ceremonia de las flores tenía al final su pequeña apoteosis: la hornacina desde donde la Virgen presidía el altar, tenía unas portezuelas de barroco adorno, que se abrían y cerraban, y al terminar el acto, mientras desde el coro entonaban una canción que hablaba de tristes adioses a la “reina del cielo”, las puertas se iban cerrando lentamente, hasta cerrarse por completo, asunto que, junto con la ofrenda (cuando me tocaba hacerla,) a mi me fascinaba, y me hacía olvidar lo largo que se me hacían los rezos preliminares”.

Levanté la mirada y comprobé que aquellas portezuelas de complicado mecanismo que tanto me fascinaban de niña, habían desaparecido, pero la Virgen seguía teniendo aquella expresión de placidez y serenidad que tenía entonces, y a pesar de que ahora todo aquello puede parecer anacrónico, recordé con cariño a aquellas monjas que, a su manera, procuraban moldear nuestras infantiles personalidades en la forma que ellas pensaban era la mejor.
Mirando el reloj, comprobé que había pasado casi una hora en aquel lugar tan sugerente, dejándome llevar por mis recuerdos de infancia, pero que aún tenía tiempo de visitar a mi amiga Celia y de interesarme por su operación de apendicitis. Salí al pasillo y al cerrar la puerta de la capilla, tuve la impresión de haber abandonado el escenario de una melancólica foto en sepia. . .

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