LAS COPLAS DEL RECUERDO

Mi abuela Carmen tenía una voz delgada y tenue, una voz que cuando me contaba historias de su niñez, adquiría una especie de tonalidad antigua, como de otras épocas. Aquellas narraciones siempre hacían referencia a cosas sucedidas hacía muchos años, cuando ella vivía en su pueblecito natal, allá en la Málaga interior y sabían despertar en mí un clima especial de expectación, pues aunque se referían a sucesos cotidianos, yo los oía como si fuera aventuras extraordinarias.

La abuela había vivido prácticamente toda su vida en Madrid, a excepción de sus primeros 18 años, pero aquella primera época de su vida había formado decisivamente toda su idiosincrasia: ella era malagueña, y Madrid no había dejado en su interior ni la mas leve huella que alterara ese hecho sustancial: 65 años frente a 18 habían perdido definitivamente la partida.

Su acento andaluz permanecía inalterable, adobado con sus dichos netamente malagueños y que tenían toda la gracia y la frescura de un prendido de biznaga. Aquellas historias que me contaba parecían para ella recién sucedidas, a juzgar por la gran profusión de detalles que recordaba.

A través de sus relatos conocí al tío Lucas, a Frasquita, a Manuel “el perejilito”, y a Antoñito “el culifarto” ; pero sin duda, el personaje que más me atraía era Mariquita, una pobre niña que, al parecer, en un descuido de sus padres, se asomó a un pozo y cayendo en él, se ahogó. Al referirse al terrible final de Mariquita, la voz de la abuela bajaba de tono, haciéndose casi inaudible y dándole un toque de misterio que me asustaba y me fascinaba a la vez. Luego, de repente, me decía en un tono mas alto y casi enfadada: “¡Niña, no “ze” te ocurra nunca “azomarte” a un pozo!.
Otras veces canturreaba mientras fregaba cuidadosamente los cacharros de la cena, unas coplas que hablaban de cosas tremendas: de mujeres abandonadas con hijos no reconocidos, de pasiones desbordadas, de “cuchillitos de luna” que atravesaban el enamorado corazón de las mocitas, de celos terribles, de honras destruidas e incluso, a veces, de venganzas sangrientas; yo entonces no entendía muy bien que quería decir todo aquello, pero me fascinaba escucharlo.

La abuela era pequeña y menuda, se deslizaba por la casa levemente, como si no pisara el suelo con sus breves zapatillas negras abrochadas a un lado. Siempre llevaba un ligero mantoncillo sobre los hombros, pues exceptuando los días más tórridos del verano, siempre tenía frío. Su pelo peinado en bandós y de un precioso color plateado, se recogía en un pequeño moño bajo que ella peinaba todas las mañanas, lenta y cuidadosamente, cubierta con su peinador, tras sacar de una caja de madera oscura, todo un arsenal de peines y cepillos, ante mi mirada siempre curiosa.

Algunas veces, no demasiadas, (lo que aumentaba el misterio), me dejaba mirar dentro de su baúl, que contenía “tesoros” maravillosos, como eran: su traje de boda, de un encaje negro y finísimo, desgastado por el tiempo, y que no podía tocarse para que no deshiciera entre los dedos; diferentes cajitas que nunca abría, y que para mi imaginación infantil debían contener cosas fabulosas; un abanico muy grande pintado a mano y que ella llamaba “pericón”; un mantón de seda negro, cubierto de preciosas flores rojas, envuelto en un finísimo y susurrante papel, una delicada mantilla blanca, y sobre todo, cosas que pertenecieron a su único hijo varón muerto en la horrible guerra civil, y que conservaba como algo sagrado.

El cariño de la abuela por mí, rayaba en lo exagerado, si es que el cariño puede serlo, y esa debilidad la llevaba a consentirme demasiado, por lo que las temporadas que pasábamos allí se convertían para aquella niña que era yo entonces, en algo muy especial, pues no había ocurrencia mía que no le pareciera graciosa, ni travesura que no fuera disculpable.

A pesar de mis pocos años, yo era consciente de que, aquella especie de “estado de gracia”, era una situación pasajera, y teminaría irremediablemente en cuanto volviéramos a casa, a Segovia, pero mientras duraba era fantástico.

La abuela vivió hasta los 86 años, y un día se fue sin ruido, como había vivido, apenas una indisposición, un ahogo, y fue a reunirse con aquel hijo cuya pérdida marcó su vida de forma durísima.

Esta mañana, de principios de primavera, al oír por la radio una vieja copla, he vuelto otra vez a aquella cocina y aquel lejano tiempo cuando a mis 5 ó 6 años, cuando la vida era para mí de pan y chocolate, la abuela canturreaba mientras fregaba los cacharros de la cena.

Entradas populares