SOL EN UN DÍA DE LLUVIA

En la sala de Mamografías seguramente hacía calor, sin embargo yo sentía frío, un frío que me hacía arrebujarme en la leve bata clínica que me cubría. Era una destemplanza que iba más allá de una simple sensación térmica, era más bien algo parecido a un desvalimiento interior que se traducía por fuera en pequeños escalofríos. Cualquier mujer que haya pasado por esa situación lo entenderá perfectamente.
Sentada en un pequeño taburete, esperaba a que la enfermera llevara mi tercera placa al doctor que debía analizarla en la sala contigua.
Por mi mente, sin que yo pudiera evitarlo, pasaban con rapidez imágenes de mi familia, proyectos y planes inmediatos a los que, sin querer, ahora los ponía un signo de interrogación, incluso algunos pensamientos mas inquietantes que yo procuraba desechar, sin mucho éxito por cierto.
Mi revisión periódica había comenzado en aquella mañana gris y lluviosa del mes de Febrero, con la rutina normal de otras veces: analítica a primera hora, radiografías más tarde, y por último las acostumbradas mamografías.
No creo ser persona especialmente aprensiva, y afronto este tipo de revisiones con bastante naturalidad, pero si debo reconocer que ésta última parte, la relativa a las mamografías, es la que más me inquieta, la que me mantiene en vilo hasta que una vez revelada la placa y revisada por el radiólogo, la enfermera me dice que todo es normal y que puedo marcharme.
Pero esta vez no ocurrió así, la enfermera pronunció la frase que yo siempre había temido: “hay que repetirla”. Sentí un vacío en el estómago. Al parecer el doctor no tenía clara la imagen de una zona concreta y quería asegurarse. Hasta en dos ocasiones más consideró necesario repetirla, y hube de someterme a la dolorosa acción del inquietante aparato.
Y ahora estaba allí, esperando, con aquella sensación de desamparo, consciente de que alguien podía entrar por aquella puerta que tenía enfrente y cambiar mi vida.
Cuando tras la angustiosa espera, que se me antojó eterna, el médico por fin entró, y sonriente me tranquilizó con sus palabras, me invadió una inmensa sensación de alivio, una especie de agradecida felicidad.
Y mientras me vestía para irme, me pareció que en aquella mañana lluviosa del mes de Febrero, el sol había salido solo para mí en una pequeña sala de Radiología.

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